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odos los martes y en
las noches de luna llena, cuando el silencio envolvía por completo a las
estancias y comarcas de la hacienda Laredo, los campesinos era aterrados por el
estridente paso de una carreta proveniente de Trujillo, jalada por briosos y
jadeantes caballos. En la inmensidad del silencio, los agudos aullidos se
perdían dolorosamente, al mismo tiempo que los chirridos de las ruedas parecían
clavarse en los oídos y en el alma de los humilde pobladores quienes, según órdenes
expresas del administrador, capataces y mayordomos, tenían que trancar las
puertas de sus casas y no salir por ningún motivo, vago el peligro de fuertes
sanciones y castigo en caso de desobediencia.
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esas altas horas de la noche, el misterioso
jinete, ricamente vestido, dirigía a su carreta a uno de los cerros de clima
tan prolongada, a manera de punta y fácilmente visible entre los pueblos
cercanos del valle santa catalina y desde la carretera que conduce a la sierra
liberteña. En dicho lugar, de imposible acceso, tenía sus citas con el diablo
el jinete que para muchos cristianos, se trataba del propio dueño de la
hacienda, poseedor de inmensas e incalculables fortunas, a cambio de la entrega
de su vida al rey de las tinieblas. Por eso, cuando el enigmático personaje
murió, en vez de su cuerpo, se veló y se sepultó un ataúd lleno de adobes, que
fue conducido a una imponente tumba de negras y brillantes losas, y engalanada
por hermosas figuras y cadenas de bronce.
Hasta ahora, dicho
mausoleo sigue siendo el más grande del cementerio de Miraflores, de Trujillo
aunque cada día se deteriora más y se pierde en el abandono.
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